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El Flagelo
Unamuno: El miedo a la fe
¿Hombre de letras, don Miguel de Unamu-
no? En rigor el escritor vasco nunca fue eso que sue-
le llamarse, con la vaga terminología de la crítica,
un “literato”. O, mejor dicho, sus “letras” – artícu-
los, ensayos, poemas, dramas - son en verdad au-
ténticos quejidos del alma, cantos del espíritu que
se revuelve en la carne dolido contra la injusticia
suprema de la muerte. A pesar de su egolatría ex-
hibicionista, el quijotesco don Miguel (“con la M de
muerte”, recuerda en un verso) no es, sin embargo,
una vedette intelectual y frívola, un juglar de las
ideas sobre la magna tragedia de la vida humana.
Como él mismo dice, no escribe “por pasar el rato,
sino la eternidad”. Su planto no es la queja de una
plañidera mercenaria o el manifiesto de un falso es-
teta escatológico, ni tampoco nace fríamente en las
aguas bautismales de una mera necesidad racional.
Dios no es para Unamuno un acertijo teórico ni la
sustancia ideal que ponga en marcha con su primer
empujón la formidable maquinaria universal del
reloj cósmico para ser luego arrinconada como un
viejo Padre ya inútil. Descartes buscaba intelectual-
mente en el Creador un aval del sistema metafísico
racionalista, la garantía del mundo real; Unamuno
persigue existencialmente a Dios como garante de
la inmortalidad de la criatura ontológica de carne y
hueso llamada Miguel. Hipóstasis versus Hipótesis,
el Dios vivo y personal frente al Dios-Idea de los fi-
lósofos. Se trata aquí de una lógica cardíaca surgida
del pascaliano rechazo de la ciencia humana, inca-
paz ésta de responder, como cualquier positivismo,
a la única cuestión que de verdad interesa al hombre
saber con certeza: el problema de la muerte personal
de cada individuo concreto. Parafraseando al filóso-
fo y poeta vasco podemos decir que la muerte, como
Miguel, también se escribe con la letra M de “mía”. Miguel de Unamuno
O sea, tuya, suya, nuestra y de todos aquellos a los acongoja el corazón y la mente del filósofo vasco le
que don Miguel presta la voz con su yo que grita empuja igualmente a orillar la ortodoxia católica so-
públicamente lo que cada uno quiere acallar en el bre el dogma de “las penas del infierno” y la dis-
interior de su conciencia. criminación entre los malvados y los benditos del
Padre en el Juicio final. La aniquilación del ser, la
(…) Nunca separes Nada absoluta, es para Unamuno el mayor, el más
tu dolor del común dolor humano, terrible o indeseable de todos los castigos que pue-
busca el íntimo, aquel en que radica dan imaginarse jamás. Fue, ya no es. ¿Qué otra pena
la hermandad que te liga con tu hermano, puede ser más grande que la desaparición total de
el que agranda la mente y no la achica; un hombre que ya ni siquiera tiene el consuelo de
solitario y carnal es siempre vano; sufrir en vida por haber pecado contra su Dios?
sólo el dolor común nos santifica. Quienes conciben a la divinidad como el Juez Su-
premo aplicando el derecho penal cósmico de una
Toda la obra de Unamuno gira, como los Justicia sobrehumana, tal vez puedan sentirse de-
cangilones de una noria o las agujas de un reloj, en cepcionados ante un pesimismo tan optimista desde
torno a un eje inamovible, una idea fija sobre la cual una cierta visión antropológica. ¿Merece ser impune
teje y desteje como varonil Penélope su pensamiento la maldad? ¿Cómo aceptar que el virtuoso reciba la
único: la sed de eternidad anclada en el ser inmerso misma paga que el obrero de la hora undécima o el
en el flujo del tiempo. El ansia de “sobre-vida” que hijo pródigo que ha dilapidado los bienes paternos?
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